Thursday, 28 March 2024

El Museo Nacional de Bellas Artes presenta MUSEO/CINE/ARTE

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Una selección de películas que abordan el universo de los museos, el arte y los artistas.

El Museo Nacional de Bellas Artes presenta, durante todo el mes de abril, el ciclo “MUSEO/CINE/ARTE”, una selección de películas para ver en casa recomendadas por Leonardo D’Espósito, curador de cine del Bellas Artes.


Cada semana del mes, se propondrán siete filmes organizados en núcleos temáticos: el primero será “Las películas van al museo”, el segundo “Verdaderas obras sobre obras falsas”, el tercero “Plásticos en movimiento” y el último núcleo “Animación: vida para la pintura”.
“Desde 2017, el Museo realiza todos los fines de semana el Ciclo de Cine del Bellas Artes en el auditorio de la Asociación de Amigos del Museo, que, en forma gratuita, proyecta gran cantidad de filmes que no tienen lugar en las carteleras comerciales –afirma Andrés Duprat, director del Bellas Artes–. Y si bien toda la actividad de nuestras salas debió cesar por la pandemia, ya que la preservación de la salud y la vida están delante de todo, el Museo sigue funcionando y dando servicio a través de las redes sociales. El arte del cine, en este caso, puede morigerar la espera y la angustia, abriéndonos a nuevos mundos”.
Por su parte, D’Espósito explica el sentido del ciclo: “Se trata de cuatro núcleos de siete películas cada uno, que proponemos buscar y ver”. “Vivimos inmersos en la revolución digital que nos presenta al alcance de las manos un acervo ilimitado de obras: buscar estos títulos es también ejercer la curiosidad, el juego detectivesco, la voluntad lúdica que es sostén tanto de una visita a un museo como de una salida al cine”, agrega.

Programación ciclo MUSEO/CINE/ARTE
Primer núcleo: Las películas van al museo
Un museo es un lugar extraño: exhibe metódica y completamente una parte del mundo y, al mismo tiempo, resulta una especie de laberinto repleto de misterios y secretos. El pasado, el arte, la naturaleza están ahí, en anaqueles y paredes, dispuestos a la contemplación y la comprensión del paseante. Pero que ocupen un mismo espacio y un mismo tiempo esos fragmentos de historia, creación o mera existencia que han tenido su propio tiempo y su propio espacio genera un efecto de extrañeza: la pregunta de qué relación tienen entre sí. Un museo es un mundo alternativo que intenta concentrar la totalidad de una parte (ínfima) del mundo que es o alguna vez fue. En ese sentido, el cine es también un museo. Realizado siempre en el pasado, conserva en cada imagen algo que ya no existe, y crea un mundo propio a partir de las relaciones entre hechos y materiales que solo un artificio coloca juntos. No es extraño, pues, que se hermanen, que el cine, la más total –y a veces, totalitaria– de las artes incluya al museo como un escenario significativo.
La siguiente no es una lista exhaustiva, sino un pequeño muestrario de cómo museos y cine se han complementado para crear obras de toda clase y tono, de todo género, en toda latitud. En todos los casos, el museo es un lugar de descubrimiento y de revelación de una verdad que permite –tanto a protagonistas como espectadores– un cambio de perspectiva a partir de la contemplación de algo que se ubica fuera de su propio contexto. Es decir, lo mismo que nos sucede cuando nos dejamos llevar por el universo siempre alternativo, siempre virtual, que ofrece la pantalla.

Viaje en Italia (Viaggio in Italia). Italia, 1954. Dirección: Roberto Rossellini
De la colaboración entre Roberto Rossellini y quien sería su mujer, Ingrid Bergman, probablemente la obra más perfecta e influyente sea “Viaje en Italia”. El punto de partida es simple: una pareja británica viaja por algunos días a Nápoles, donde deben vender una propiedad que han recibido en herencia. Es la primera vez que están solos en ocho años de casados, y descubren tener poco en común: son dos extraños. En los largos momentos que cada uno tiene a solas, él se dedica al flirteo con otras mujeres, algunas evidentes amores del pasado; y ella, a impregnarse de imágenes culturales, a penetrar en cierto misterio de la zona, que es también un modo de reflejar pasiones reprimidas. Dos secuencias son capitales: su recorrido por el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, donde estatuas y grupos escultóricos de mármol no solo la observan, sino que representan lo que sucede en su interior; y la visita de ambos a las ruinas de Pompeya, donde los restos de dos amantes conmueven a la pareja. La manera de filmar el espacio, generando sentido pero sin caer en subrayados obvios, y la tensión entre comunicación e incomunicación que sufren los personajes adelantan el cine de Michelangelo Antonioni y gran parte de lo que, pocos años más tarde, sería el modo del cine moderno. Pero Rossellini, en esas secuencias donde mira lo antiguo, busca otra cosa: decirle al espectador que en la asepsia de la observación se disuelve el misterio, el mito, lo trascendente que alguna vez –como el amor de esta pareja, casi extinguido– dio sentido a nuestras sociedades.

El arca rusa (The Russian Ark). Rusia, 2002. Dirección: Alexander Sokurov
La hazaña técnica de Sokurov, discípulo de Tarkovsky y, en 2002, consagrado por la cinefilia tras más de veinte años de carrera, suele eclipsar el sentido de la película. Se trata de casi dos horas de recorrido por el Museo del Hermitage, en San Petersburgo, realizado sin trucos en una sola toma, tras meses de ensayo. Es impresionante si consideramos que al final tenemos un baile con decenas de figurantes, todos vestidos de época, y una orquesta en vivo, y que constantemente se oculta el “atrezzo” cinematográfico (luces, cables, cámaras, micrófonos). El recorrido es, a la vez, un paseo por la tensa relación entre Rusia y Europa, ambigua y definitivamente quebrada durante el período soviético. Es interesante esa lectura porque el protagonista, aquel personaje por cuyos ojos vemos ese palacio transformado en conservador de un pasado trunco y disuelto, es llamado “el europeo”. Sokurov deplora ostensiblemente el período soviético y parece sentir una enorme nostalgia por la civilización que podría haber alcanzado el zarismo. Por cierto, lo hace desde el ejercicio de la mirada como selector de la belleza. El plano final del Neva, ese río que termina en el mar, es al mismo tiempo una añoranza y el reconocimiento de que, a más de una década de la disolución de la URSS, la relación Rusia-Europa continuaba indecidida e incierta, rígida como un cuadro en un museo.

La Ville Louvre. Francia, 1990. Dirección: Nicolas Philibert
Aquí hay un documental, pero no solo un documental. En principio, se rodó en 1988, cuando el Museo del Louvre terminaba su monumental trabajo de renovación y restauración, que incluyó instalar la célebre y polémica pirámide de cristal entre las alas históricas del edificio. Pero sucede algo extraordinario en la película, que muestra al museo sin público y lleno de actividad a veces frenética: vemos cómo lo que está fijo se mueve. Cómo se trasladan obras, cómo se reorganizan las colecciones. Qué queda guardado fuera de la mirada de los visitantes y qué será aquello que trazará una historia del arte posible (es decir, qué historias del arte quedan por narrar). Dado que el Louvre tiene capas y capas de construcción desde cimientos de la época medieval, Philibert también documenta una nueva “capa” de construcción, la que corresponde a nuestros tiempos. Es decir, el Louvre no solo es mostrado como un museo de arte, sino como el museo, registro y documento de los cambios en la vida social del último milenio. Cerrando el bucle, el Louvre convertido en nuevo Louvre es un documental de cómo ha cambiado el Louvre (y el mundo), registrado en un documental sobre el Louvre y sobre el mundo, que no carece ni de humor, ni de tristezas, ni de patetismo, ni del momento surreal de una mujer disparando con una pistola en medio de una de las salas. De allí el título “Ciudad Louvre”: todo cabe allí.

Vértigo. EE. UU., 1958. Dirección: Alfred Hitchcock
En una película que habla sobre la irreversibilidad del tiempo y sobre la incapacidad de cambiar aquello que ha sucedido, la aparición constante de un museo y de una obra pictórica como claves del pasado resulta de una lógica implacable. El filme narra cómo un hombre que padece de acrofobia es contratado para seguir a una mujer que quizás está mentalmente perturbada o, quizás, poseída por el espíritu de una mujer muerta de manera trágica, la protagonista de un cuadro. Hitchcock sigue al perseguidor, en un recorrido pausado que tiene como una de sus estaciones culminantes el Museo de la Legión de Honor en San Francisco, frente al cuadro de la triste, loca Carlota Valdés, una obra creada para el filme, un artificio como todo en la película, que es la historia de una mentira que se vuelve trágicamente verdad. Y es, también, la historia de un hombre desesperado que quiere revertir el flujo del tiempo trayendo, a puro artificio (y “arte” y “artificio” tienen la misma etimología), a la mujer amada de entre los muertos. En ese momento notable, el único diálogo es el de las miradas: el detective que mira todo y observa cómo la mujer solo mira una cosa. El detective que mira cómo la mujer y el cuadro se vuelven, detalle tras detalle, una sola persona. Pero solo en el museo el tiempo permanece quieto: en el mundo transcurre, y detenerlo lleva a la pérdida final. “Vértigo” reflexiona sobre el cine, sobre lo falso, sobre lo verdadero y sobre el tiempo, y el museo es su símbolo.

Museum Hours. Austria/EE.UU., 2012. Dirección: Jem Cohen
La obra de Pieter Brueghel el Viejo fue un giro en la pintura: la vida cotidiana y sus pequeños gestos, alegrías y tristezas se abrieron paso tras siglos de un arte dedicado a lo religioso y lo mítico. En el Museo de Historia del Arte de Viena hay un hombre que se dedica a cuidar una sala sobre Brueghel; a ese mismo museo concurre, como descanso de una gran tristeza y una gran carencia, una americana varada en Viena por un problema familiar serio. Entre ese hombre dedicado a mirar como se mira un cuadro y esa mujer que descubre en las paredes del museo espejos de una vida existente e incluso posible, se entabla una amistad y un diálogo que, poco a poco, disuelve la historia y se concentra en cómo cada pieza artística es un puente a la curiosidad, a lo distinto, a lo trascendente. Jem Cohen trabaja como el propio Brueghel, tomando cada detalle importante de lo que parece no serlo para fijarlo en el fotograma con humor y una precisión notable, donde nada es superfluo.

National Gallery. Gran Bretaña, 2014. Dirección: Frederick Wiseman
Aún cuando no hay artificios evidentes en su cine, las películas de Frederick Wiseman pueden considerarse lo más parecido a una pintura. Sin voces que expliquen, el más brillante de los documentalistas observacionales registra aquí la actividad de la National Gallery de Londres, lo que hace el público y lo que sucede tras bambalinas; las obras y también aquello que, en teoría, se le opone, como una enceradora pasando ruidosa por los pasillos. Lo extraño es que aquello que no es el “arte” consagrado en las paredes se vuelve arte por cómo lo registra y lo monta Wiseman. Dijimos que no hay artificio evidente, pero lo hay: dónde está la cámara, cuánto dura un plano, qué imagen sigue o precede a la otra. Esos elementos son los que configuran un mundo propio, que es el museo pero también otra cosa, el museo de la película o la película como lugar de conservación y hogar del contraste entre aquello que hemos decidido llamar obras de arte y lo que no se incluye en ese conjunto. En muchos momentos, el contraste entre lo trivial y lo excelso está conjugado con ironía, con la misma paciencia con la que un maestro de la pintura elige colores o equilibra las figuras en un lienzo.

The Square. Suecia/Francia/Alemania/Dinamarca, 2017. Dirección: Ruben Östlund
Es sabido que una de las mejores herramientas para analizar una realidad es la sátira: cuando nos burlamos o nos reímos de algo, se genera una cierta –a veces completa– comprensión de ese algo. En este filme del provocador Ruben Östlund –ganador con bastante polémica de la Palma de Oro del Festival de Cannes en 2017– ese “algo” es el mundo del arte contemporáneo. La película sigue la compleja y un poco cobarde vida de Christian, curador de un museo ficticio en Estocolmo, que tiene que equilibrar su vida privada con una futura exhibición de una obra llamada “The Square”, algo así como un utópico espacio de igualdad. Pero la trama va por muchos otros caminos: un incidente callejero y sus cada vez más grotescas consecuencias; una relación sexual que no llega a convertirse en amor; y una campaña publicitaria realizada sin tener en cuenta los cánones de la corrección política. Al mismo tiempo, Östlund se dedica a parodiar performances y obras de artistas contemporáneos, que hilan su propia columna dentro del filme. El conjunto es heterogéneo y tiene, como toda sátira, una voluntad crítica, en ocasiones feroz. La comicidad, que existe y se manifiesta en más de una ocasión, es tensa, provocadora de una risa más nerviosa que feliz. En última instancia, plantea la pregunta capital respecto de qué es el arte, a partir de considerar otras dos: si la libertad de expresión tiene un límite; si la corrección política no es una forma del fascismo.

PRÓXIMOS ENVÍOS:
Segundo núcleo: Verdaderas obras sobre obras falsas
La falsificación de arte como tema del cine, también como una de las bellas artes.
Tercer núcleo: Plásticos en movimiento
Biografías de grandes artistas transformadas en novelas fílmicas y, también, en lecciones de arte.
Cuarto núcleo: Animación: vida para la pintura
Del trazo del artista al movimiento sobre la pantalla.

 

 

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